El chico que conduce frena el auto en la banquina, la abraza y le pregunta que le pasa. Ella nota el contacto físico pero el silencio la posee y la desolación la perturba. Sólo siente que está gravemente herida, herida, prácticamente, de muerte. Un gran vacío la invade. Un vacío asfixiante. La tensión de unos hilos de acero, que poco a poco había dejado que anudaran a su cuello, apenas resiste.
Durante los días posteriores, muchos de esos hilos se rompen y ella cae. Cae en oscuras profundidades donde hay poco oxígeno, pero ese poco es mucho para ella. Camina y camina por oscuros pasadizos subterráneos, sólo caminar la alivia.
Muy lentamente, camina cuesta arriba, llega a la superficie y empieza a extender los brazos pidiendo abrazos. Abrazos cálidos que comienza a sentir y que ayudan a que sus lágrimas fueran dejando de caer, y su vista nublada fuera recuperando su visión.
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